El líder de la banda de rock más grande del momento ha anunciado que ingresa en un centro para adictos. Quiere reaparecer en mayo de 2020, una pelea contrarreloj por controlar los demonios que arrastra
Las juergas de Metallica eran tan míticas que, cuando sus fans les apodaron “Alcohollica”, ellos se hicieron camisetas con este sobrenombre. “Destrozábamos camerinos porque era lo que se esperaba de nosotros”, confesó James Hetfield, cantante, compositor y guitarrista. Y añadió: “Luego te llegaba la factura. Al acabar la gira no teníamos dinero porque lo habíamos gastado en reponer los muebles. Una vez un colega y yo nos empeñamos en meter el catering por la rejilla de ventilación de mi tráiler y, como no cabía, decidimos hacer boquetes. Acabamos destrozando el tráiler. El promotor nos dijo que había tenido la misma conversación con Sid Vicious y Keith Moon y yo pensé que eso molaba mucho. Pero luego recordé que ambos están muertos, así que quizá no molase tanto. Estaba claro que tenía que solucionar mis mierdas”.
Los ingresos en clínicas de desintoxicación siempre se cuentan en tercera persona, porque el paciente no está en condiciones de explicar nada, con una célebre excepción: James Hetfield (California, 1963) en el documental de 2004 Some kind of monster. Lo que iba a ser un reportaje promocional sobre la grabación del octavo álbum de Metallica acabó convertido en una sesión de terapia con un salto temporal de 10 meses en medio para que el cantante retomase el control sobre su vida.
“No os caería bien si supieseis todas las cosas horribles que he hecho”, advirtió en una ocasión Hetfield, “cosas vergonzosas y oscuras, algunas las he sacado de mis padres llevándolas un poco más lejos. Otras he conseguido dejarlas. Algunas las he creado yo solo y me siguen avergonzando”. La semana pasada, la banda canceló su gira australiana por la recaída de Hetfield en el alcohol, quien esta vez guarda silencio, mediante un comunicado firmado por los otros tres integrantes de Metallica en el que confirman que el cantante ha ingresado en rehabilitación por segunda vez. Llevaba sobrio 17 años. Metallica ha anunciado sus próximos conciertos para mayo de 2020. La lucha contrarreloj de Hetfield ya está en marcha.
Del matrimonio entre un camionero y una cantante de ópera solo podría salir un hijo rockero. Si además ese matrimonio practica la ciencia cristiana, el chaval quizá salga también traumatizado. Estamos hablando de una creencia religiosa que rechaza por completo la medicina. Hetfield contó que una compañera suya de catequesis se rompió el brazo y dijo: «Dios me curará». Y la chica estaba con el codo fuera de la carne en dos ángulos distintos. «Parecía que tenía dos codos», lo describió. Hetfield pasó la infancia con migrañas enormes sin poder aliviarlas. A los 16 años, su hermanastro le dio una aspirina por primera vez en su vida y flipó. James no podía practicar deportes porque la escuela no se responsabilizaba de sus posibles lesiones, si se trataban temas de salud en clase él salía y esperaba en el pasillo. Como consecuencia, no tenía casi amigos.
Cuando tenía 13 años su padre les abandonó, pero su madre se lo ocultó durante meses. Cuando por fin le dijo la verdad, estaba enferma y rechazaba siquiera conocer su diagnóstico. Se trataba de un cáncer que dejó a James solo en el mundo a los 16 años. El 12 de julio de 1978 asistió a su primer concierto, AC/DC con Aerosmith, y su vida cambió para siempre. “Para mí todo el mundo era el enemigo, pero la música nunca me mentiría ni me abandonaría”, recordaba años después. A los 18, James Hetfield fundó la que iba a convertirse en la banda de heavy metal más grande del mundo.
En sus primeros tres discos, Metallica amplificó y perfeccionó el subgénero del thrash metal, tan agresivo como el heavy pero más rápido, más brutal y más demente. “Cuando eres adolescente solo quieres que te escuchen y se nos ocurrió que si tocábamos más fuerte y más alto que todos los demás nos escucharían”, contó Hetfield. La revista Newsweek los describió como “feos, malolientes y desagradables”, pero los chavales inadaptados de todo el mundo les eligieron como sus ídolos.
Las letras de James Hetfield exploraban la vulnerabilidad que siempre repta debajo de la rabia de las guitarras: los terrores nocturnos infantiles en Enter sandman; la mortalidad en Ride the lightning; la angustia adolescente en Seek and destroy; los niños aislados del mundo real en Dyers Eve, o el suicidio en Fade to black. En 1991, The Black Album sacó el rock de las habitaciones de los adolescentes solitarios y lo llevó a las radiofórmulas, a la MTV y a los estadios allanando el terreno para el triunfo del rock de guitarras de los primeros años noventa. Metallica pasó de destrozar habitaciones de hotel de carretera a destrozar suites de cinco estrellas.
Pero si hay una adicción socialmente aceptada esa es el alcoholismo y, en el caso de los rockeros, se vuelve casi una obligación para ganarse el respeto de la comunidad. “Hubo una época en la que tenía que beberme una botella de vodka para pasármelo bien”, admitiría Hetfield. “Y luego media de Jägermeister. Al principio, beber me ayudaba a olvidarme de mi vida en casa, después empezó a ser divertido. Gracias al alcohol tocábamos más y más rápido, no sabíamos qué tal sonaba pero nos sentíamos bien. Pero el Jägermeister casi me mata, me devoró las tripas”.
Hetfield llegó a organizar su agenda en torno a sus resacas (si los Misfits, una de sus bandas favoritas, tocaban un viernes, iba a verlos, se largaba de juerga con ellos y no hacía planes hasta el domingo) y empezó a tener la impresión de que se estaba perdiendo algo: todo el mundo parecía feliz de estar vivo menos él. “Tengo muchos días perdidos, empecé a ir a terapia [a finales de los noventa] y descubrí mucha oscuridad dentro de mí. Estuve un año sin beber, pero no conseguía reírme o pasármelo bien, me di cuenta de que beber alcohol era parte de mí”. Cuando en 2001 le preguntaron si había asistido a reuniones de Alcohólicos Anónimos, Hetfield aclaraba que no se consideraba un alcohólico. “Pero claro”, matizaba, “todos los alcohólicos dicen que no lo son”.
“El gran defecto de carácter que sigo arrastrando es que siempre creo que la gente me está ocultando cosas”, confesaba el cantante. “Me costó mucho tiempo retomar contacto con mi padre y, en cierto modo, conseguir perdonarle. Pero cuando murió me quedé con un montón de preguntas sin responder. Otro aspecto de la religión de mi familia es que no se celebraban funerales, no se atravesaba ningún duelo porque se consideraba que el caparazón moría, pero el espíritu seguía adelante”. De modo que, cuando el primer bajista de Metallica, Cliff Burton, murió en 1986 en un accidente durante una gira del grupo por Suecia (Hetfield descubrió su cadáver sepultado por el autobús de la banda), el cantante asistió a su funeral, pero en ningún momento comprendió ni asimiló el duelo por su mejor amigo. “Así que solo bebí más. Bebí hasta que el dolor se fue”.
Con el tiempo, los arrebatos violentos de James Hetfield empezaron a ensañarse con las personas además de con el mobiliario. “Sobre el escenario estaba alegre, como un payaso, pero al bajar quería destrozarlo todo y hacer daño a los demás. Me metía en peleas, a veces con Lars [Ulrich, el cofundador de la banda] para liberar mi resentimiento tirándole cosas. Él quiere ser el centro de atención todo el tiempo y eso me molesta porque yo también. Él lo consigue cayéndole bien a la gente, yo les intimido para que me respeten”, ha explicado el cantante. Pero antes de que nadie le psicoanalice, ya lo hace él: “Todo está relacionado con mi necesidad de demostrarme mi virilidad a mí mismo. Todas las cosas que mi padre no me enseñó y ahora hago por mi cuenta, como reparar coches, cazar o sobrevivir”.
James Hetfield nunca ha dejado de sufrir para gestionar su masculinidad. La primera vez que recibió clases de canto, durante la gira de The Black Album, desconfió de que le obligasen a cantar escalas como en una ópera (hoy sigue practicando con la misma cinta que grabó en 1991). Cuando el grupo contrató a un terapeuta para solucionar sus diferencias, él se quejó de que la terapia “no es cosa de hombres”. Lars Ulrich y el guitarrista Kirk Hammett suelen besarse en la boca solo para irritarle. “Sé que James es homófobo, no hay ninguna duda”, explica Ulrich, “y la homofobia significa cuestionar tu propia sexualidad y no estar cómodo con ella”. Hetfield tocó fondo en 2001 cuando viajó a Siberia para cazar osos en vez de pasar el primer cumpleaños con uno de sus hijos, Castor, en casa con su familia. Al regresar, su mujer, Francesca (se casaron en 1997, tienen tres hijos y siguen juntos), le echó de casa.
Tras salir de rehabilitación, la grabación de St. Anger en 2002 (según la mayoría de sus fans, el peor disco de Metallica) coincidió con una crisis de popularidad: la banda demandó a Napster, el primer gran portal de piratería en Internet, por permitir que su música pudiese ser descargada gratis ilegalmente y parte de su público les consideró unos traidores, unos avariciosos y unos vendidos al sistema.
La crítica musical Amanda Petrusich describió así la música de Metallica en New Yorker: “Sin apenas destellos de optimismo o éxtasis, sus canciones expresan la paranoia de ser inerte, engañado o ignorado. Su música ofrece una vía de escape para los chavales que no quieren jugar al fútbol ni pelear, pero necesitan expresar físicamente el dolor y la confusión de la adolescencia. Sus discos existen para amplificar esos demonios y liberarlos”. Según Hetfield, que ha escrito la mayoría de las letras de Metallica, el fan medio de Metallica es como él: “Un tipo muy testarudo, un poco miedoso de todo lo que le rodea, que se mira a sí mismo y piensa: ‘No encajo en ningún sitio, así que que os jodan a todos’”.
Lo cierto es que, casi cuatro décadas después de que James respondiera un anuncio de Lars en el periódico, Metallica congrega a todo tipo de devotos: melenudos, funcionarios y emprendedores. El concierto que dieron en mayo de este año en Madrid consiguió, según la crónica de EL PAÍS, hermanar a todas las Españas: 68.000 asistentes son muchos tipos de españoles. Pero ya entonces Hetfield explicaba esa épica que llena estadios mediante un discurso autoflagelante: “Soy malvado, soy odioso, no me gusta la gente. Solo sobre el escenario consigo pasar de ser un trozo de mierda a ser el rey de la mierda. Mis problemas son una fuente de gasolina de la que me alimento, porque da para grandes canciones. Pero el precio es alto”.
El reverso macabro del mito del sexo, drogas y rock ‘n’ roll es que se ha llevado demasiadas vidas por delante. James Hetfield se resiste a ser una estadística y, más allá de los estadios, los récords de ventas y las orquestas sinfónicas, lo más épico que ha logrado en su vida es seguir luchando por sobrevivir.
Fuente: Agencias / Getty / EP / RDG